UNA NOCHE INOLVIDABLE
UNA NOCHE INOLVIDABLE
por Graciela Vera
-¿Quieres pasar una noche inolvidable?
No se si me lo preguntó o lo afirmó. Lo cierto es que la noche inolvidable comenzó antes de abrir la puerta de mi apartamento.
Cuando subíamos en el ascensor afirmó sus dos manos en mis pechos y presionando su miembro sobre mi muslo me besó suavemente en el cuello. Me sentía gemir de placer y de expectativa.
El martes Pedro, tratando de levantar mi ánimo que por entonces estaba a la altura de la cabeza de un caracol que va reptando entre los bulbos de narcisos que había visto esa mañana, recién plantados en el parque, frente a la oficina, me invitó a la reunión que estaban organizando con su esposa para festejar su XXIII aniversario de bodas.
-Habrá solo unos pocos amigos íntimos.
La idea no me tranquilizó. Esos amigos íntimos de Pedro eran totalmente desconocidos para mi. Como el mismo Pedro al que no veía más allá de las horas de oficina en las que, invariablemente debíamos ocupar escritorios contiguos.
Y además ahora tenía ese otro problema: ¿Qué coños les llevaba como obsequio? No tenía ni idea de cómo vivían ni, de si la bandeja de plata con hojitas talladas que elegí ‘pegaría’ con la vajilla de su casa y sobre todo en un aniversario tan anodino como el vigésimo tercero.
Pedro siempre venía desarreglado, la corbata torcida, los cuellos de la camisa arrugados, y generalmente olvidaba peinarse los escasos cabellos color melaza que raleaban en su cráneo irregular.
A su mujer, me había dicho que se llamaba Olga, la había visto una vez en una reunión de fin de año. Esas en los que todos sonreímos y presentamos, los que los tienen, a sus medias naranjas y a sus nenes para que los demás nos compadezcan en silencio.
La recordaba como una mujer algo regordeta, con un traje de color indefinido y una corrida en la media. ¿Cómo sería la casa de una pareja así?
Estuve tentada a rechazar la invitación pero ya era tarde.
- Olga está encantada de que vayas a nuestra reunión. Me ha dicho que está deseando conversar contigo para que le digas como haces para mantenerte siempre en línea.
La puerta del departamento se cerró y me sentí presionada, ahora entre la madera barnizada y aquel pedazo de carne humana oliendo a lavanda.
Sentí sus labios siguiendo el camino que las manos le iban abriendo en mi blusa de seda roja y no quise pensar en nada más que en esa noche inolvidable que me había prometido.
Desaté el nudo de su corbata y forcejeé para quitarle la americana que cayó sin mucho donaire al suelo. Fui desprendiendo uno a uno los botones de su camisa… no pude resistir besar ese pecho varonil y supe que el esperaba algo más.
Me quité el collar de perlas y lo dejé sobre el tocador. Quizás no correspondiera hacer ostentación de joyas. Maldije no haberle preguntado a Pedro qué ropa debería llevar a la reunión. La corrida en la media de su mujer parecía danzar en mi mente.
Con aquel vestido negro, escotado yo sabía que estaba muy bien para presentarme en un cóctel en el hotel Ritz, de hecho allí lo había lucido la última vez que me lo había puesto hacía…
Sacudí la cabeza para no recordar cuánto tiempo hacía que no iba a una reunión social y en forma maquinal, sin pensarlo, me quité el vestido que tiré sobre la cama. Abrí el placard y elegí una blusa roja y una falda marrón con algo de vuelo.
La casa de Pedro quedaba en un barrio de gente de posición media. Tomaría un taxi para ir, no quería pasarme la noche sin probar alcohol.
Sentí que sus manos me empujaban hacia abajo obligándome a arrodillarme hasta que mi cabeza quedó a la altura de su pelvis. Recordé que pensaba invitarlo con una copa pero ya habría tiempo más tarde y si no lo había no importaba, ahora no importaba nada más que aquella sensación.
Con lentitud, no porque lo considerara oportuno sinó porque mis dedos parecían pensar por sí solos y no obedecían coordinadamente el mandato de mi mente, desabroché su cinto, desprendí su pantalón y fui bajando la cremallera.
Ya estaba hecho, ya no volvería atrás, la noche sería inolvidable, yo también podía asegurarlo.
Cuando llegué él ya estaba allí. Pedro me lo presentó el primero. Estaba hablando con una chica rubia con tetas prefabricadas. Bueno, así llamo yo a los implantes de siliconas. Me dio la mano distraídamente y siguió explicándole a la rubia sobre su último viaje a Sudáfrica.
La esposa de Pedro me agradeció la bandeja de plata y la colocó en una mesa que estaba al lado del piano de cola, junto con un juego de candelabros de bronce, una perfecta copia de un Picasso, un juego de té de porcelana china, una biblia antigua y otros obsequios que hacían que mi bandeja pareciera la cenicienta en el baile del palacio. Solo que ésta no desaparecería a las doce.
- Es muy bonita y me hacía falta una bandeja para el diario. ¿Qué quieres tomar… Carlos, te presento a…. ¿Cómo te llamas?.... compañera de trabajo de Pedro
Olga vestía en verde botella con la falda apenas unos centímetros sobre los tobillos. Estaba elegante y lucía con toda naturalidad una gargantilla y pendientes de esmeraldas.
Me llevé la mano al cuello… me sentí ridícula con mi cadena de plata. Sin lugar a dudas debí haberle preguntado a Pedro que clase de reunión era la que iban a ofrecer.
Sentí mi boca llena, la succión suave y la presión de su mano apretando mi cabeza contra su cuerpo me excitaba. Lo oí gemir y sentí la satisfacción de provocarle placer. Sus muslos se agarrotaron y en un instante me encontré con la boca repleta de sabor.
Me atrajo lentamente mientras mi lengua chasqueba saboreando aquel jugo de dioses. Le gustó que me lo bebiera, me besó los ojos, me besó con suavidad y me levantó en brazos. Sonreí y le dejé hacer. Era mi noche inolvidable.
La mujer de Pedro resultó ser una virtuosa del piano. Bach, Bethoven, Weber, Mozart… alguien comentó que había dejado una brillante carrera por su familia. Sentada junto a aquel matrimonio mayor de los que solo recuerdo que ambos querían ir de vacaciones al Caribe pero no se ponían de acuerdo porque los dos preferían diferente época del año para hacer el viaje, sintiéndome un poco usada para dilucidar una discusión de la que no era arte ni parte, me sentí agradecida cuando mi compañero de oficina anunció que su mujer iba a regalarnos con un pequeño concierto.
Después de la primera interpretación me encerré en un mundo de arte del que solo me retrajo el aplauso final y la invitación a pasar al comedor.
Miré distraidamente a los demás invitados rogando quedar junto a alguien que no resultara muy pesado con su conversación: la pareja joven integrada por el hijo de los anfitriones y su novia; un matrimonio que, desde que llegué pensé que estaban oliendo algo feo porque la nariz de ambos siempre estuvo como si buscaran aire fresco; la señora del vestido azul que reía todo el tiempo; tres amigos más de Pedro con sus esposas, dos tías de Olga, la rubia implantada, él y yo.
Mientras caminábamos vi pasar a mi lado a la rubia sola y me alegré de que así fuera.
Me dejó junto a la mesa de la cocina… bueno, mi apartamento es tan pequeño que la cocina y el comedor se confunden.
Levanté las manos para soltar mi cabello que se despeñó sobre la espalda mientras sus manos expertas desabrochaban mi sujetador y dejaban libres mis pechos que sorbió con fuerza provocándome un doloroso placer.
Su mano subió mi falda y se enganchó en mis bragas que arrastró hacia abajo y me obligó a sentarme en el borde de la mesa.
Desde que había entrado en casa de Pedro no salía de mi asombro. El hombre desarreglado que todas las mañanas llegaba somnoliento a la oficina e invariablemente terminaba el día con una mancha de café en la solapa se había transformado en un caballero de smoking y pajarita negra que le ofrecía solícitamente el brazo a la mayor de sus tías.
Por su parte las medias corridas de Olga no tenían nada que ver con aquella mujer que demostraba ser un dechado de buen gusto y exquisita cortesía. Había arreglado la amplia terraza con una serie de mesas redondas, cada una para cuatro personas.
Los manteles rosados llegaban hasta el suelo y una lámpara baja escondida en un centro de mesa de flores daba un carácter íntimo a cada grupo.
El detalle del cartoncito con el nombre de los comensales me gustó. No tendría que buscar por mi un lugar que, seguramente no sabría como elegir.
-Tú estás por allá.- Me dijo Pedro señalándome un grupo ya ubicado en una mesa junto a la ventana.
Un matrimonio dicharachero y… él, ocupaban la mesa. Los hombres se levantaron cuando me acerqué y se presentaron. Se ve que no se acordaba de que a nosotros ya nos habían presentado y no quise comentar nada al respecto. Seguro que estaba amargado porque la rubia estaba sentada en otro grupo bastante alejada del nuestro.
Patricia, Esteban y… -¿Ricardo?, pregunté como si no hubiera oído bien su nombre.
La cena transcurrió en un ambiente agradable. Conversamos de los últimos descubrimientos científicos para detener la caída del cabello en los hombres… ¡vaya a saber como sacamos ese tema!, parecía hasta ridículo pero los cuatro lo hicimos ameno, risueño y lleno de anécdotas. Después Ricardo contó de sus viajes. Es fotógrafo profesional y va donde se encuentra la noticia del momento. El no lo dijo pero los tres supimos que había sido premiado recientemente como el fotógrafo del año.
Cuando llegó la hora de los postres Olga se acercó a nuestra mesa para preguntar como habíamos pasado la noche.
Sentí sus dedos hurgando entre mis piernas, escudriñando mis secretos y no protesté cuando su maestría me provocó espasmos, repetidos, cada vez más intensos, hasta hacerme gritar un basta que ambos sabíamos significaba lo contrario.
La noche recién había comenzado. Sonriendo Ricardo me convencía de que la batalla aún estaba por empezar. Después de aquel primer ataque en el que ningún contrincante había salido vencido traté de arreglarme la ropa pero él, con lascivia en la voz me dijo que prefería verme desnuda.
No me encontraba cómoda sirviendo las copas en estado de Eva hasta que lo sentí detrás de mí.
Adán y Eva, el paraíso y dos aceitunas en dos ‘martini’. Colocó sus manos en mis caderas empujándome contra el frigorífico. Sentí la caricia en mis nalgas, lo sentí palparme, separme y grité, indefensa, la cara pegada a la puerta fría y las manos arañando el esmalte blanco.
Sus labios en mi espalda hicieron que aflojara la tensión de mi cuerpo e inexplicablemente gocé como una poseída del dolor de sentirme vencida, tomada y dominada. Sus dedos colocaron una de las aceitunas en mi boca y con los dientes me la quitó dejándome el gusto en la punta de la lengua.
Estábamos terminando el postre cuando sentí el roce en mi pierna. Levanté los ojos y vi una sonrisa franca.
Me preguntó si vivía sola y yo sonreí al decirle que ni siquiera tenía un gato. ¿Porqué se me había ocurrido lo del gato? El rió de la respuesta.
Después pasamos a la sala para tomar el café. Se quedó a mi lado. Seguramente el interés del uno por el otro no pasó desapercibido para Patricia y Esteban que desde ese momento nos dejaron solos en aquel rincón alejados de todos y de todo.
Hablamos de nosotros y del amor. Lo cierto es que nos enfrascamos en una acalorada discusión sobre el amor y la posibilidad de enamorarse con solo verse y como queriendo dar fuerza a sus palabras el roce casi permanente. Como inadvertido, como casual.
-¿Quieres pasar una noche inolvidable?
Lo dijo en tono desafiante, mirándome a los ojos, implorando y exigiendo a la vez una respuesta afirmativa.
En el taxi me dijo que yo era todo un desafío y yo reí sabiendo que estaba en lo cierto. El me prometía una noche inolvidable pero ¿era yo capaz de recrearme en esa noche?
Me besó buscando con su lengua mi paladar mientras las manos, por debajo del tapado, se deslizaban por mi espalda y llegaban más abajo presionando y provocándome un estado de casi parálisis.
Inclinado sobre mi cuerpo, siempre besándome comenzó a apretar mis pezones y yo… Hacía tanto tiempo que no me encontraba en una situación similar que no supe que hacer.
Las manos estaban de más. En algo tenía que ocuparlas… por un momento pensé en apretar su virilidad para demostrarle que estaba dispuesta a todo pero solo atiné a envolver mis brazos alrededor de su cuello y dejarlo hacer.
Las piernas, el cuello, el vientre, las nalgas, mi cuerpo estaba siendo examinado palmo a palmo y yo me dejaba sin importarme la sonrisa socarrona del chofer que ¡Vaya si habría visto estas urgencias!
Cuando me despedí de los demás invitados creí que la rubia de los implantes me miraba con cierto rencor. Sonreí para mis adentros. Esta vez yo había vencido y me llevaba el mejor trofeo.
¿Trofeo?... miré la bandeja de plata, pequeña, perdida entre los otros obsequios y estuve tentada a reclamarla para hacerle grabar una placa que dijera: “cambio un trofeo por una noche inolvidable”.
El lunes haría un pastel de manzana y se lo daría a Pedro para que se lo llevara de mi parte a Olga… ¿sería buena idea llevarle un pastel casero?, ya no la veía como una señora que acostumbre recibir pasteles de manzana… ¿Comerían pasteles de manzana Brahms, Liszt y los demás compositores que parecían formar parte de la vida de Olga?
Una ducha compartiendo las mismas gotas, chupándolas de nuestros cuerpos, frotándonos con suavidad por fuera y por dentro. Bajo el chorro de agua me obligó a levantarme en el aire para ir resbalando, pegada a su cuerpo y quedar allí… sintiéndolo vivo mientras mi lengua sorbía el agua que caía sobre sus hombros.
- Te quiero doncella.
Me dijo besándome en los ojos.
- Y te quiero puta
Me exigió reclamando nuevamente mi boca.
De espaldas sobre la cama sentí la cremallera del vestido negro, el que no había querido usar esa noche. Giré sobre un costado para quitarlo y, como si fuera un banderín revolearlo sobre mi cabeza arrojándolo al suelo.
Pedro y de su mujer me acompañaron a la puerta creí notar una sonrisa cómplice en Olga.
– En mis fiestas siempre se enamora alguien – Dijo mirando a la parejita joven que se había puesto a bailar, muy pegados.
Le agradecí a Pedro por aquella “noche inolvidable” y, solo se me ocurrió decirle
– Nos vemos el lunes.
Desde el taxi miré la casa, el exterior era el de una vivienda típica de una familia de clase media pero Olga, a la que ya no asociaba a una media corrida, la había convertido en una mansión del barrio de ejecutivos.
Pensé que ya no volvería a ver las manchas de café en el traje de Pedro. Era perdonable que alguien que vivía en un ambiente tan exquisito tuviera algunas excentricidades y consideré que debía cultivar la amistad de aquel matrimonio.
Ricardo estaba de rodillas frente a mi. – Va a ser una noche inolvidable. Volvió a decir al tiempo que separaba mis rodillas. Desde mi posición sentí la emoción de ver su cabeza metida allí y el goce provocado me instaba a revolcarme.
- Desfallezco- grité sin poder detener el temblor de mi vientre. Lo vi reptar sobre mi y sentí sus manos, como tenazas apretando mis pechos, pellizcando mis pezones hasta hacerme gritar, tomándome con brusquedad, como con rabia y obligándome a cambiar de posturas, a rodar en un mar de piernas y brazos, mordiendo, arañando, gimiendo.
-Es una noche inolvidable – dijo obligándome a recibirlo por cada orificio de mi cuerpo, chocando con violencia piel contra piel, sexo contra sexo hasta que, agotados, envueltos en una capa de sudor y de fluidos nos dormimos abrazados aún en el último gran éxtasis.
El café recién preparado deja escapar todo su aroma. Abro la ventana para que entre el sol de la mañana.
Me sirvo una taza y enciendo el televisor. Pienso en la fiesta de anoche y tengo que convenir en que Pedro tenía razón, me hacía falta salir de mi encierro, compartir con gente que me hiciera sentir que aún puedo disfrutar de la vida.
Me pongo de pie y me dirijo al dormitorio. Sonrío porque como siempre casi no tengo que preocuparme en hacer la cama, apenas si alisarla un poco.
Tomo el vestido negro que está sobre la cama y lo guardo en el placard. El resto de la ropa que usé anoche ya está en sus perchas. Nunca me gustó dejar la casa sin ordenar cuando regreso de mis escasas salidas.
Busco en la cartera las tarjetas que me dieron mis compañeros de mesa: Patricia y Esteban. Los llamaré más tarde para agradecerles su compañía. Ricardo… me dijo que lo llamara si me decidía a hacer ese curso de fotografía que siempre me había entusiasmado pero ¿no lo habrá hecho por compromiso?, si se veía que le hubiera gustado estar en la mesa de la rubia.
Bueno, tal vez lo llame ¿se acordará de quién soy? Seguro que tendré que refrescarle la memoria… “mira, soy la que se sentó en tu mesa… la que volcó la salsa en el mantel,… si, me encantó la velada… me gustaría tomar un café contigo… si no estás ocupado por supuesto… bueno… cuando puedas me llamas tú… no, no te disculpes… el trabajo es primero…
Vuelvo al living y me pongo a rebobinar la cinta de video que miré anoche después que volví de la casa de Pedro… como es común en mi, no tenía ganas de dormir.
Guardo la cinta en la caja, el título: “Una noche inolvidable”.