LOS MIEDOS DE ADRIÁN
por Graciela Vera
No supo cuando habían comenzado sus temores. Quizás tan recientemente que no tuvo tiempo de darse cuenta que le iban atenazando los miembros durante el viaje hacia la clínica. Primero fueron los brazos que parecían pegados al cuerpo, después las piernas que se negaban tercamente a adelantarse una a la otra.
Miró el amplio jardín, un perfume dulzón, demasiado pegajoso, escapaba de las madreselvas en tanto que las margaritas formaban apiñados racimos. Instintivamente cortó una flor y recordó. Hacía ya medio año que había recorrido por primera vez aquel jardín llevando a Esther del brazo. Los médicos habían aconsejado aquel lugar para que sus nervios se repusieran totalmente después del accidente.
Era la primera vez en casi cuarenta años que se separaban. Se conocían desde niños. Sus familias habían vivido en el mismo barrio, fueron juntos a la escuela, siguieron los mismos estudios, se ennoviaron y se casaron. Algo que a nadie extrañó porque resultaba obvio para todos, una unión que podía demorar más o menos en el tiempo pero que se daba por un hecho.
Abrieron juntos un estudio notarial y juntos trabajaron incluso cuando Esther, a días de dar a luz se sentaba ante la amplia mesa a discutir los casos de los que se habían hecho cargo. La fama de Martins & Zingred había crecido como creció la familia. La pequeña casa quedó chica y se mudaron a un barrio residencial. Viajaron porque a ambos les gustaba conocer nuevas culturas. Adrián recordó lo felices que habían sido y ni siquiera cuando lo de la vendedora del shopping había dejado de adorar a su esposa. Aquello no había sido mas que una aventura de una semana, un desliz que justificaba como un momento en el que todo hombre necesita sentir que aún puede conquistar a una mujer más joven. El amor por Esther estaba demasiado seguro como para aún hacerlo vibrar de pasión pero el cariño que se profesaban era tan firme como el primer día.
Después vino lo del accidente. Un ciclista que salió de la noche sin luces ni nada que permitiera visualizarlo. El viaje había sido largo y el había cedido el puesto de conductor. Esther trató de frenar a último momento pero su intento fue inútil. El hombre murió en el acto. Si había culpables había sido su imprudencia. Un número más para las estadísticas. El no se dio cuenta al principio. Los días pasaron demasiado rápido tras os sucesos y no tuvo tiempo de observar el cambio. Solo cuando notó las ausencias de Esther, sus silencios cada vez más extensos consideró oportuno consultar con un especialista.
Durante seis meses había visitado todos los domingos aquel jardín al principio si notar mejorías, sólo en las últimas semanas una sonrisa desganada lo recibía como obligada pero el miércoles había recibido una llamada que había cambiado todo. Su esposa lo espera para que la lleve de regreso a su casa le había dicho la enfermera. Habló con los médicos, le asesoraron como atenderla y allí estaba dejando crecer en él todos los miedos que habían sido de Esther y que el no supo que también los poseía.
Adrián temía a los fantasmas de aquella noche. A los silencios de Esther, a la sonrisa desganada de sus labios. Realizó un esfuerzo para acercarse a la mujer que lo esperaba y de pronto ya no tuvo temores... Los ojos que lo miraban volvían a ser los que durante toda una vida le había infundido el valor suficiente para vencer sus miedos. Se acercó y casi torpemente extendió la mano en la que una margarita ocultaba entre sus pétalos un último sentimiento de temor. Recordó el tiempo en que iban a la escuela, recordó a los adolescentes novios, los hijos y los nietos y, tomando a su mujer de la mano olvidó por siempre los miedos.
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