EL SECRETO
por Graciela Vera
Silvia se había levantado contenta aquella mañana. Desayunó en medio de una cháchara agotadora pero alegre. A Mabel le hacía bien aquel jolgorio en que hacía varias semanas se habían convertido los días de su hija. Adivinaba que estaba enamorada pero, discreta como siempre esperó que fuera Silvia la que se lo confiara cuando lo creyera conveniente.
La vida le había enseñado muchas cosas y una de ellas era saber esperar el momento para cada cosa. Y también aquí el momento llegó cuando, al despedirse al salir para el trabajo, como quién describe un hecho irrelevante pero con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas que era importante para ella Silvia había anunciado que esa noche llevaría un amigo a la casa.
Mabel, queriendo lo mejor para su hija se las ingenió para regresar a tiempo de la oficina y ordenar la casa antes que Roberto regresara de la fábrica y Silvia llegara con su amigo.
Tuvo tiempo de arreglarse un poco el cabello, ponerse un vestido que le quitaba años como le decían cada vez que lo retiraba del ropero y se lo ponía. Era el vestido de las ocasiones especiales como bromeaba Silvia, que no podía comprender porque su madre se empeñaba en seguir usándolo.
Mabel se miró al espejo y sonrió. Contempló con cierto orgullo la imagen reflejada en el cristal. Su vida había comenzado a reconstruirse después de años de ir a la deriva y la imagen que le devolvía el espejo se lo recordaba. Aquel vestido que nunca quiso destinar al baúl de lo viejo y cuya falda subía o bajaba para adaptarlo según la moda y hacerlo usable a pesar de los años. Sacudió la cabeza. Recordó que Silvia iba a presentarles un pretendiente, no dudaba que tal fuera el anunciado amigo pero la figura reflejada en el espejo parecía pensar por sí.
Ya no estaba en el dormitorio de su casa de Montevideo esperando que llegaran su marido y su hija. En el espejo solo su figura permanecía nítida, el fondo comenzaba a borrarse y los detalles comenzaron a girar transformándose hasta que se vio, diez años atrás, reflejada en otro espejo en cuya lámina se proyectaba la sala de un pequeño apartamento sobre la Rue de Les Graces en París.
Roberto había sido encarcelado tres años antes y estaba lejos, en el paisito. Ella y Silvia habían llegado a Francia gracias a la ayuda de amigos. Trabajó mucho para subsistir y mantener a su pequeña hija durante aquellos largos años de exilio.
Conoció a Fernando en una reunión en casa de otros refugiados como ellos. Fernando había pasado varios meses oculto en Buenos Aires y cuando allí también le resultó peligroso vivir había escapado a México. Llegó a Francia en mejores condiciones que Mabel y había podido granjearse una posición.
Primero fueron dos “yorugas” en tierra extranjera. Después fueron amigos y un día, sin darse cuenta como, se habían enamorado. Se veían en el apartamento de Fernando porque Mabel siempre quiso evitar que Silvia sospechara que él era algo más que un amigo de la familia.
Un día supieron que las cosas estaban cambiando en el paisito. Mabel se había comunicado aquellos años con Roberto a través de cartas que los padres de aquel le llevaban en sus visitas a la cárcel. Cuando supo que podía volver sin temor lo hizo, consciente de que su deber de esposa era hacerle más fácil el olvido de aquel montón de años de sufrimientos.
Fernando lo entendió. Habían vivido un amor prestado y había llegado la hora de restituirlo. Sabían que nunca olvidarían aquellos encuentros en los que ambos se habían sentido libres, únicos. La tarde previa a la partida de Mabel y Silvia hacia Montevideo se encontraron para decirse adiós. Se negaron los últimos momentos de intimidad porque tuvieron miedo de no tener valor para alejarse el un del otro.
Una mesita en un café de los Champes Elissées. Fernando llegó con un gran paquete envuelto en papel de seda brilloso. “Para que me recuerdes”, le había dicho. Lo abrió recién cuando estuvo en su cuarto: Silvia había ido a despedirse de la amiga del piso de abajo. Abrió la caja en la que estaba impreso el nombre de un modisto de renombre. Tomó el vestido con cuidado. Casi con temor de que desapareciera entre sus manos. Luego, durante los últimos diez años, lo había guardado para las ocasiones especiales con la secreta ilusión de que cada vez que se lo pusiera Fernando estaría recordándola como ella había hecho con él cada día. Tiempo en el que se sentía culpable de no poder dar a Roberto todo el amor que éste se merecía. Amor que ya no le pertenecía y culpa que era tan solo suya.
Sentados en el living esperaban. Roberto había llegado temprano. Era una ocasión importante. Iban a conocer al novio de Silvia. Esta no demoró mucho en llegar. Con la misma e impetuosa alegría de los últimos días abrió la puerta y, casi sin detenerse, desde la misma puerta grito: “Mamá, papá, les presento a Fernando”.
Para Roberto fue una sorpresa. Esperaba a un joven de la edad de su hija. El novio la doblaba en años pero, como había asegurado aquella, se querían y la edad no importaba.
Mabel sintió que su cuerpo se convertía en una sustancia gelatinosa. El vestido de las ocasiones especiales parecía tomar vida propia y la trama de la tela se incrustaba en su piel. Fernando, parado en medio de la habitación la miraba tratando de comprender.
Frente a ella no había más que un hombre horrorizado. Un hombre que después de años de soledad y de dolor tratando de olvidarla se había vuelto a enamorar. Un hombre que cuando ya creía que su corazón estaba muerto para aquella sensación de cariño tan especial se había cruzado con una muchachita que le había hecho recordar a la mujer retenida en sus sueños. Alguien muy parecido a aquella Mabel que un día eligió el deber y se fue deslizándose como agua, entre sus manos impotentes para retenerla. Un hombre que temblando acababa de descubrir que su Silvia era la Silvia de su Mabel.
Una Mabel que al día siguiente no preguntó que había sucedido, a la hija que dejaba ver su tristeza. Sabía que olvidaría. Era joven y volvería a querer.
Y ella seguiría guardando su secreto, aquel secreto de tantos años. Una ilusión que comenzaba a languidecer, envuelta en un vestido francés que había, ahora sí, guardado definitivamente en el baúl de lo viejo.
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